viernes, 24 de octubre de 2008

Pará pará pará… ¿Quién se comió mi queso?

Desde hace ya unas horas, está confirmado. Tengo en mis manos el papel que dice que en aproximadamente un mes, voy a pertenecer al grupo de hombres que, voluntariamente, hemos elegido dormir de por vida con una porción de frazada notoriamente inferior a la que, simplemente dividiendo la misma por 2, deberíamos poder acceder. Pues por propia decisión, voy a pertenecer al grupo de hombres que elegimos despertar por el resto de nuestras vidas, junto a una mujer que cree ser un canelón, o algún tipo de comida al spiedo, y que duerme dando vueltas en forma sutil, hasta dejarnos completamente destapados. Cuando digo “por el resto de nuestras vidas”, lo digo porque hoy me desperté temprano, manejé en estado de semiconciencia unos diez minutos, saqué el número correspondiente en el mostrador de informes, esperé, esperé, esperé, y finalmente, me dieron un montón de papeles para completar, y más y nuevos trámites para hacer, y cosas que pagar, para que así, dentro de cuatro semanas, Lu y yo podamos empezar a estar felizmente casados.
Está claro que esta decisión, la de casarnos, no fue tomada en el estado de semiconciencia que hoy por la mañana acompañó mi viaje al registro civil (y que a decir verdad, caracteriza todas mis mañanas). Fue una muy pensada decisión que nos tomó aproximadamente unos once meses de arduas negociaciones. Pues debo admitir que durante algún tiempo dudé de los fines perseguidos por Lu, y me dediqué a cerciorarme de que su intención última, detrás de la idea de casarnos, no fuera quedarse con la mitad de mi estropeada bicicleta playera, y acceder a la mitad de mi fortuna. Una vez que estuve seguro de que a Lu no le interesaba en absoluto mi bici (que por cierto es una fiel aunque desinflada amiga a la que Lu a querido desalojar de la habitación repetidas veces con el pretexto inverosímil de que “raya las paredes y ocupa un lugar que podrías usar para poner tu ropa en lugar de dejarla sobre la cama y además molesta para limpiar…”) y solo cuando me hube asegurado sin lugar a dudas de que Lu desconocía la existencia de los tres billetes de un dólar que guardo celosamente en una caja fuerte dentro del placard, decidimos que EL momento, NUESTRO momento, había llegado. Así empezaron entonces los preparativos, que no fueron ni pocos ni fáciles, y entre ellos, llego también…LA DIETA. Cabe aclarar, que en momentos como este, no todo se resume a encontrar buenos motivos para excluir malos parientes de las listas de invitados, pues entre otras cosas hay también que asegurarse de caber dentro de la ropa elegida para uno de los días más importantes de nuestras vidas. Por ese motivo, fue que decidimos entonces visitar a un médico nutricionista. Después de los trámites correspondientes para obtener el turno, nos presentamos en su consultorio el día acordado a la hora acordada. Detrás de un escritorio bastante modesto estaba él. Un tipo de no más de 40 años, flaaaaaco flaco flaco, y considerablemente alto. Pues nada sorprendente, de hecho, es para eso que estudian años y años en la universidad. Para ser flacos. Para ser flacos y para mirarnos a nosotros, desde el otro lado de sus escritorios, con las manos entrecruzando los dedos y con una sonrisa de “Ja..lo sé lo sé mi querido paciente, soy todo lo que tu deseas ser… lo sé..” al tiempo que sutilmente, casi en forma imperceptible nos señalan con los ojos sus diplomas colgando en las paredes del consultorio, en los que en el lugar de sus promedios de calificaciones, figuran las medidas de sus escuetas cinturas.
Unos minutos después de entrar al consultorio, noté que el doctor, estaba dirigiéndose a mí. No puedo asegurar cuanto hacía que estaba hablándome. Solo sé que estaba explicándome la dieta que él me proponía para los próximos treinta días. Por alguna razón, mi cerebro comenzó a registrar dicha información en el mismo momento en que el doctor iba terminando su explicación. Pues creo haber pasado los cinco minutos anteriores, imaginando formas creativas y novedosas de asesinarlo, al tiempo que asentía con mi mejor cara de “sí doctor” en cada unas de las pausas que hacía en su discurso. Unos minutos después, abandonaba el consultorio despidiéndome amablemente y con la sonrisa típica de quienes tenemos altos los triglicéridos y bajo el colesterol bueno, al tiempo que pensaba “¿Cuán complicado puede ser sostener la dieta por un mes…?
La respuesta la hallaría minutos más tarde junto al día UNO de mi régimen. La dieta del doctor “Fido Dido” era simple. Constaba de siete días perfectamente organizados, cada uno de ellos con su correspondiente desayuno, almuerzo, merienda, colación y cena. Hasta ahí, todo iba muy bien, pero tan solo segundos después, encontré la siguiente línea impresa en mi hoja de dieta:

Almuerzo día 1: Caldo light + trozo de queso descremado (tamaño cassette) + 1 Fruta

Leí y releí la línea en cuestión tantas veces como me fue posible. Acerqué y alejé la hoja. La incliné y la volví a enderezar, la di vuelta, la sacudí, miré a mi alrededor buscando la cámara oculta, volví a leer y releer pero nada cambiaba. El almuerzo del día uno, seguía ahí, riéndose de mí en mi propia cara. De más está decir cual fue el ánimo con el que leí el resto de la propuesta del doctor. Pues solo para que nos entendamos, mi gata, con su boca en miniatura, con sus entre diez y doce centímetros de extensión total, y con su juego de dientes casi a estrenar, se come sin ningún problema una rodaja de queso tamaño cassette. Yo, después de un caldito Light, me puedo comer todo Musimundo, y después, eso si, la frutita.
Unos minutos después, mientras intentaba prepararme mentalmente, pude por primera vez, verla delante de mí. Ahí estaba, gigante, inmóvil, imponente y desafiante, la famosa pirámide alimentaria. La miré fijamente durante unos cuantos segundos, me mentalicé profundamente. Repetí infinitas veces frases como “Yo puedo”, e intenté visualizarme a mi mismo rodeado de jugosas frutas y rebanadas de queso del tamaño de un cassette, pero era inútil, era un cambio rotundo en mi alimentación y no estaba seguro de poder llevarlo adelante. De pronto, en medio de tanto esfuerzo esteril, las enseñanzas de Miyagi aparecieron en mi cabeza. “¿Porque irse a los extremos? ¿Es necesario que todo sea tan blanco o tan negro?” Y de pronto comprendí. La dieta era posible. Yo solo tenía que encontrar un punto medio, un equilibrio, un punto de balance sobre el cual apoyar mi vida y mi dieta. Y lo encontré. Miyagi da resultados, y los “Fido Dido” siempre dejan lugares abiertos a la interpretación, así que yo interpreté. El día uno de la dieta no fue tan terrible. Un caldo Light, una porción de queso descremado tamaño cassette (VHS) y una fruta. Y así fue que siguiendo las enseñanzas de Miyagi, panza llena y corazón contento. Después de todo, ¿Qué hay de malo en casarse con uno o dos kilos de más? Al fin y al cabo, Lu y yo... vamos a estar dos kilos más casados.