jueves, 27 de diciembre de 2012

The Hangover

Cambió. Cambió todo. De repente parece haber sido todo producto de un único minuto. Uno cualquiera. Esté mismo. El que viene dentro de tres. Da igual. La cosa es que de pronto, me invadió una sensación de “que pasó acá?” tan pero tan fuerte, que parecía que todo lo que había pasado, había pasado recién, todo junto. Y que todos sus efectos, se habían  condensado en ese último segundo. En ese momento, en ese segundo en el que me sorprendí con la noticia de que mi vida es lo que es, como si yo no hubiera estado ahí para transformarme en lo que soy (en lo que es hoy – No lo puedo evitar. Paralelas supervisibles ) , me reí. 

En ese momento me reí porque es dulce la tentación de permitirme un capítulo de adolescencia más, y mirar mi propia vida como se mira el living cuando la fiesta fue anoche, rascándose (necesaria pero inútilmente) la cabeza, que a esa altura explota de preguntas sin respuestas probables, y galopa al ritmo de un tun tun semietílico que de todos modos, nunca consigue que esa fiesta haya sido la última.  Lo cierto es que cuando la fiesta fue anoche, las preguntas sin respuesta, los nombres de quienes despiertan a tu lado y los platos rotos, son cuestiones que  se resuelven, todas y al mismo tiempo, con un gesto. Un gesto que, venido de millones de años de incontenible evolución, ha probado ser tan eficaz y revolucionario como la rueda, la imprenta, o el escurridor de verduras que venden en Carrefour. El gesto en cuestión, es, desde ya, el encogimiento de hombros, que en el caso de los que han empujado este tema hasta los límites mismos de la evolución, va acompañado de un particular sonido producido por un chasquido de la lengua y de los dientes y algún pensamiento clásico de la línea de la escuela del yafueismo mental.
Ahora bien, qué hice entonces cuando me levanté hoy a la mañana y vi mi vida transformada en lo que es? La respuesta está clara. No. No me encogí de hombros una vez. Dos veces. Tres. Si mal no recuerdo ahora, fue alrededor de la vez número cuarentaisiete que con una importante cantidad de ácido láctico acumulada en ambas extremidades superiores,  comencé a permitirme barajar la posibilidad de que el temita no estuviera funcionando. Lo intenté una par de veces más, ya en los límites de la resistencia de mis hombros, acompañando el gesto con el chistido y el pensamiento correspondiente, pero nada. No pasaba  absolutamente   nada. La realidad era que mi vida era lo que era esa mañana, y que yo ya no podía mover los brazos. La corté entonces con la pelotudez del gestito y decidí ir a embutirme en el sillón, que se encuentra exactamente en el otro extremo de mi living. Es decir, a dos metros de distancia de cualquier otra parte de la casa. Lo increíble, es que teniendo en cuenta las dimensiones tan espacialmente fugaces de mi departamento, el camino que me lleva desde la puerta de la habitación, hasta el sillón,  haya sido un viaje tan revelador. Digo esto porque resultó que a paso muy muy lento esquivé en mi propio y versionado “yendo de la cama al living”, no menos de seis o siete ilusiones rotas que yo, o alguien más había dejado ahí. Con toda mi atención concentrada en esas viejas ilusiones me enredé hasta los talones con un divorcio que colgaba invisible y desde hacía rato de la lámpara del  living. Cuando logré desenredarme un poco, pisé sin querer a uno de mis dos gatos con un pie, al tiempo que pisaba un par de trampas hermosas e inevitables con el otro. Estoy casi seguro de que terminé en el piso, y de que rompí en la caída  un par de adornos, algunas buenas costumbres y unas cuantas tranquilidades ajenas. Me sacudí los restos del mini desastre que había ocasionado lo mejor que pude, pero como tengo la piel un poco culposa, y todavía hoy, después de dosmil putos años de ciencia,  no hay dermaglós para la culpa, algunos de esos restos que intenté sacudirme, se me quedaron bien bien pegados. Me arrodillé como pude y mientras que con una mano me apoyaba en el piso, con la otra me agarraba de un par de almas que siempre, pero siempre están en mañanas como esa (aunque mal no sea, por la simple razón de que siempre, pero siempre participan de la fiesta de anoche). Así me paré. Di un primer paso, y me encontré haciendo equilibrio sobre una botella vacía de veneno familiar que rogué no haberme bebido, al tiempo que esquivaba con habilidades que desconocía en mi, los megadientes no postizos de los fantasmas que tenía en el placard, que evidentemente, bajo los efectos de fumarme a mi mismo en cada porro, había dejado abierto durante la fiesta de anoche. En ese momento, debo reoconocerlo, me percaté entre el agite y el cagaso, de que con los años desarrollé unos reflejos y velocidad de movimientos, del carajo, dignos de Neo, del agente Smith y del chino que cuida a la pitonisa. No se bien cuanto tiempo después me di cuenta de que la luz en la cara me estaba taladrando el cerebro, y me complicaba un poco la ya nada fácil tarea de esquivar tarascones y bancarse algunas mordidas.  Creo que  en ese momento me di vuelta y tiré de la cuerda de excesos que sostiene la persiana y la bajé un poco. Solo lo suficiente como para que la realidad que entraba por la ventana no me dejara ciego. Me apoyé sobre la mesita de madera familiar con terminaciones en analista que me traje conmigo en mi primer mudanza y di un paso largo largo y lento, más bien cuidadoso, como para no pisar mis dos o tres deseos que habían aparecido junto con otros cuarenta dibujos ahí en el piso, y me tiré como pude en el sillón. Unos instantes después me sentía agotado, y muy confundido. Y fue ahí que me reí. Me reí contento y todavía confundido, no solo por lo que se me reveló durante el psicopepoviaje por mi living recién descripto, sino también porque por primera vez en toda mi vida, ahí, sentado en mi sillón, me encontré tomando la decisión de dejar atrás la pendejada. Era cierto, mi vida, a juzgar por el estado de mi living estaba desordenada al punto de haber adquirido una estética un tanto irreal, algo así como un chino con rulos. Pero no menos cierto era que encogerse de hombros y chistar al son del “ya fue…” mental, ya no era más una solución al problema. 
Ahí mismo tomé la decisión. Si todo cambio tiene su precio, yo, hoy por la mañana estaba dispuesto a pagar el precio del mío. Hoy a la mañana entendí de qué se trataba crecer. Así que agarré y crecí. Llamé a Marce, La chica que limpia mi casa una vez cada quince días,  le rogué que empezara a venir una vez por semana, y la verdad es que, luego de una serie de presupuestos rápidos y un pequeño ajuste de cinturón financiero, por lo menos mi living está muchísimo más ordenado.