Cambió.
Cambió todo. De repente parece haber sido todo producto de un único minuto. Uno
cualquiera. Esté mismo. El que viene dentro de tres. Da igual. La cosa es que
de pronto, me invadió una sensación de “que
pasó acá?” tan pero tan fuerte, que parecía que todo lo que había pasado, había
pasado recién, todo junto. Y que todos sus efectos, se habían condensado en ese último segundo. En ese
momento, en ese segundo en el que me sorprendí con la noticia de que mi vida es
lo que es, como si yo no hubiera estado ahí para transformarme en lo que soy (en lo que es hoy – No lo puedo evitar.
Paralelas supervisibles ) , me reí.
Ahí mismo tomé la decisión. Si todo cambio tiene su precio, yo, hoy por la mañana estaba dispuesto a pagar el precio del mío. Hoy a la mañana entendí de qué se trataba crecer. Así que agarré y crecí. Llamé a Marce, La chica que limpia mi casa una vez cada quince días, le rogué que empezara a venir una vez por semana, y la verdad es que, luego de una serie de presupuestos rápidos y un pequeño ajuste de cinturón financiero, por lo menos mi living está muchísimo más ordenado.
En ese momento me reí porque es dulce la
tentación de permitirme un capítulo de adolescencia más, y mirar mi propia vida
como se mira el living cuando la fiesta fue anoche, rascándose (necesaria pero
inútilmente) la cabeza, que a esa altura explota de preguntas sin respuestas
probables, y galopa al ritmo de un
tun tun semietílico que de todos modos, nunca consigue que esa fiesta haya sido
la última. Lo cierto es que cuando la
fiesta fue anoche, las preguntas sin respuesta, los nombres de quienes
despiertan a tu lado y los platos rotos, son cuestiones que se resuelven, todas y al mismo tiempo, con un
gesto. Un gesto que, venido de millones de años de incontenible evolución, ha
probado ser tan eficaz y revolucionario como la rueda, la imprenta, o el escurridor
de verduras que venden en Carrefour. El gesto en cuestión, es, desde ya, el
encogimiento de hombros, que en el caso de los que han empujado este tema hasta
los límites mismos de la evolución, va acompañado de un particular sonido
producido por un chasquido de la lengua y de los dientes y algún pensamiento
clásico de la línea de la escuela del yafueismo
mental.
Ahora bien, qué hice entonces cuando me levanté hoy a la mañana y vi mi vida
transformada en lo que es? La respuesta está clara. No. No me encogí de hombros
una vez. Dos veces. Tres. Si mal no recuerdo ahora, fue alrededor de la vez
número cuarentaisiete que con una importante cantidad de ácido láctico
acumulada en ambas extremidades superiores, comencé a permitirme barajar la posibilidad de
que el temita no estuviera funcionando. Lo intenté una par de veces más, ya en
los límites de la resistencia de mis hombros, acompañando el gesto con el
chistido y el pensamiento correspondiente, pero nada. No pasaba absolutamente
nada. La realidad era que mi vida era lo que era esa mañana, y que yo ya
no podía mover los brazos. La corté entonces con la pelotudez del gestito y decidí
ir a embutirme en el sillón, que se encuentra exactamente en el otro extremo de
mi living. Es decir, a dos metros de distancia de cualquier otra parte de la casa.
Lo increíble, es que teniendo en cuenta las dimensiones tan espacialmente fugaces
de mi departamento, el camino que me lleva desde la puerta de la habitación,
hasta el sillón, haya sido un viaje tan revelador.
Digo esto porque resultó que a paso muy muy lento esquivé en mi propio y
versionado “yendo de la cama al living”, no menos de seis o siete ilusiones
rotas que yo, o alguien más había dejado ahí. Con toda mi atención concentrada
en esas viejas ilusiones me enredé hasta los talones con un divorcio que
colgaba invisible y desde hacía rato de la lámpara del living. Cuando logré desenredarme un poco,
pisé sin querer a uno de mis dos gatos con un pie, al tiempo que pisaba un par
de trampas hermosas e inevitables con el otro. Estoy casi seguro de que terminé
en el piso, y de que rompí en la caída
un par de adornos, algunas buenas costumbres y unas cuantas tranquilidades
ajenas. Me sacudí los restos del mini desastre que había ocasionado lo mejor
que pude, pero como tengo la piel un poco culposa, y todavía hoy, después de
dosmil putos años de ciencia, no hay
dermaglós para la culpa, algunos de esos restos que intenté sacudirme, se me
quedaron bien bien pegados. Me arrodillé como pude y mientras que con una mano
me apoyaba en el piso, con la otra me agarraba de un par de almas que siempre,
pero siempre están en mañanas como esa (aunque mal no sea, por la simple razón
de que siempre, pero siempre participan de la fiesta de anoche). Así me paré.
Di un primer paso, y me encontré haciendo equilibrio sobre una botella vacía de
veneno familiar que rogué no haberme bebido, al tiempo que esquivaba con
habilidades que desconocía en mi, los megadientes no postizos de los fantasmas
que tenía en el placard, que evidentemente, bajo los efectos de fumarme a mi
mismo en cada porro, había dejado abierto durante la fiesta de anoche. En ese
momento, debo reoconocerlo, me percaté entre el agite y el cagaso, de que con
los años desarrollé unos reflejos y velocidad de movimientos, del carajo,
dignos de Neo, del agente Smith y del chino que cuida a la pitonisa. No se bien
cuanto tiempo después me di cuenta de que la luz en la cara me estaba
taladrando el cerebro, y me complicaba un poco la ya nada fácil tarea de
esquivar tarascones y bancarse algunas mordidas. Creo que en ese momento me di vuelta y tiré de la cuerda
de excesos que sostiene la persiana y la bajé un poco. Solo lo suficiente como
para que la realidad que entraba por la ventana no me dejara ciego. Me apoyé
sobre la mesita de madera familiar con terminaciones en analista que me traje
conmigo en mi primer mudanza y di un paso largo largo y lento, más bien
cuidadoso, como para no pisar mis dos o tres deseos que habían aparecido junto
con otros cuarenta dibujos ahí en el piso, y me tiré como pude en el sillón. Unos
instantes después me sentía agotado, y muy confundido. Y fue ahí que me reí. Me
reí contento y todavía confundido, no solo por lo que se me reveló durante el psicopepoviaje
por mi living recién descripto, sino también porque por primera vez en toda mi
vida, ahí, sentado en mi sillón, me encontré tomando la decisión de dejar atrás
la pendejada. Era cierto, mi vida, a juzgar por el estado de mi living estaba
desordenada al punto de haber adquirido
una estética un tanto irreal, algo así como un chino con rulos. Pero no menos
cierto era que encogerse de hombros y chistar al son del “ya fue…” mental, ya no
era más una solución al problema. Ahí mismo tomé la decisión. Si todo cambio tiene su precio, yo, hoy por la mañana estaba dispuesto a pagar el precio del mío. Hoy a la mañana entendí de qué se trataba crecer. Así que agarré y crecí. Llamé a Marce, La chica que limpia mi casa una vez cada quince días, le rogué que empezara a venir una vez por semana, y la verdad es que, luego de una serie de presupuestos rápidos y un pequeño ajuste de cinturón financiero, por lo menos mi living está muchísimo más ordenado.